11/11/09

Cuenca en la línea 11


En Cuenca, como en muchas ciudades, existe un lugar pintado de realismo mágico: un hombre negro respira en la oreja de una gringa mochilera, varios cuyes corren porque lograron abrir el costal, una pollera se impone en un metro a la redonda y un señor ‘bien vestido’ roba varios celulares a vista y paciencia de todos. Si es que usted aún no se ha motorizado, sabe de lo que estoy hablando. El bus de línea.


La línea 11 de buses urbanos de Cuenca, recorre la ciudad ‘de cabo a rabo’. Empieza en la parroquia Ricaurte y tras un largo viaje, finaliza en la parroquia Baños. El recorrido empieza todos los días a las 5:30am y finaliza a las 10pm. En este lapso cada bus realiza un promedio de 5 vueltas. Para los choferes nada es nuevo, conocen el rostro de los pasajeros, de los vendedores y hasta de los ‘shoros’.


Estoy en el bus 136. En la entrada un adhesivo de 50cm. me dice “Welcome” mientras un Tío Sam me señala y una bandera de barras y estrellas cubre la radio. No estoy en gringolandia, aunque a dos metros estén paradas unas rubias de metro ochenta. Estoy en Cuenca, pero con eso de la migración, globalización, y ni sé cuántas cosas más, nada de esto está mal.


Al principio hay poca gente, todos estamos sentados y es fácil conversar. Una señora hace réquiem por las truchas muertas en el río por el estiaje (que traducido al cristiano significa que no llueve, pero como en la tele lo han venido repitiendo, la señora quiso sorprenderme). Luego un señor manda al diablo al Alcalde por las calles dañadas por la semaforización y yo le digo: Si, tiene toda la razón. No porque la tenga, sino porque perdí el hilo de la conversación al observar como una señora se cambió de asiento en cuanto una jovencita (no más de 15 años) que llevaba puesta una pollera, se sentó junto a ella.


Deje pasar unos minutos y vencida por el coraje me senté junto a la señora y tras una breve introducción le pregunté por qué se cambió de asiento y sin sonrojarse me dijo: “no es que sea racista, sino que los indios apestan”. Vio mi cara acusadora y quiso hacerme entender que no era una mala persona, pero mientras me contaba sus virtudes, yo solo pensaba que en el bus lo único que apestaba era el racismo.


Pero dejando a un lado lo desagradable, el ambiente del bus es gracioso. Poco a poco se va llenando hasta el punto en que vamos –literalmente- uno sobre otro. Si miramos al suelo, muchas personas están paradas en puntillas para alcanzar al tubo y poder agarrarse. Un poquito más arriba se ve como el helado de un niño de dos años está dejando su marca en el pantalón blanco de una señorita. Subimos la mirada 20cm más y vemos que, con el pretexto de la incomodidad, un novio cuida lo que es suyo y apoya su mano plácidamente en el trasero de su novia, con la seguridad de que nadie les está mirando.


En el terminal se sube un señor a pedir caridad. Creo que la vida le ha enseñado (para su desgracia) que una imagen vale más que mil palabras. Entonces en lugar de recitar su discurso lastimero, simplemente levanta su camiseta y nos deja ver un tumor enorme y una sonda en la que carga sus desechos corporales. El espectáculo es estremecedor y no se requieren más de un par de segundos para que la gente tenga listas un par de monedas.


En la nueve se sube un señor grande, cargando una mochila igual de grande, un abrigo como para un invierno ruso y gafas de sol. Se dirige a la parte de atrás y un señor me dice: “vea ese diahi es ladrón”. Le pregunto que cómo lo sabe y me responde que se le nota en la fishiomanía (¿fishiomanía? Ah, fisonomía). Y efectivamente, el señor del abrigo es todo un profesional, abre varias mochilas de estudiantes ingenuos que las llevan a la espalda, saca celulares y calculadoras. Luego, el avezado ladrón busca los bolsillos de los pantalones. En ese momento, más de la mitad del bus ha notado su presencia, a él no parece importarle. Acaba su jornada laboral y se baja.


La lata de sardinas en la que el bus se convirtió empieza a vaciarse. Otra vez todos podemos ir sentados, pero ya no somos los mismos. El joven advierte que su celular ya no está. La señora se recupera del susto de haber ‘desparramado’ sus cuyes. La señorita ha sentido unas cuantas manos indeseables en partes de su cuerpo muy deseables. El chofer ya tiene con qué llegar a su casa. Y yo ya tengo mi crónica de Cuenca, resumida en el bus de línea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario