28/1/10

Luis es un hombre simple...y en eso está su grandeza.


Dicen que la única soledad indolora es la que uno mismo ha elegido. Luis Bermeo Tenesaca lo confirma con su vida. Su reciente jubilación le lleva a una inexorable soledad física, pero su corazón y su mente están colmados de recuerdos, añoranzas y planes que le harán compañía.


Luis trabajó 36 años en la Universidad de Cuenca y por su carácter cordial se ganó el cariño de autoridades, maestros y estudiantes. El pasado 2 de diciembre, fue el día de su condecoración.


Y entre tanto discurso desértico y ademán protocolario, se advirtió un oasis de sinceridad y espontaneidad ubicado en los ojos del Luchito. Al pronunciar sus agradecimientos se limitó a decir: “yo pasaré, recordaré y les saludaré. Porque son ustedes mi gran familia”.


En el sector de Sinincay, cerca del Cruce del Carmen, las calles estrechas y desprovistas de asfalto van acompañadas de un canal de agua. Los perros sedientos y los maizales secos seguramente agradecen la falta de alcantarillado.


Para llegar a la casa de Luis se debe recorrer un camino largo, sin embargo desde mucho antes de llegar los vecinos lo identifican fácilmente. Finalmente tras una capilla, está su casa. Dos perros encadenados, con ladridos incesantes, anuncian la llegada de un extraño. Enseguida, Luis asienta el vailejo con el que pegaba ladrillos en un pequeño baño, se lava las manos, ubica un par de sillas en el patio y se dispone a recordar.


Como todas las vidas, la de Luis está formada por alegrías y penas. Y como todas las memorias, la de Luis recuerda únicamente lo positivo y lo reciente. Pero algo que no se da en todos los casos, es que las buenas experiencias provengan del trabajo y no del día a día en el hogar. “Fui amigo de profesores y estudiantes, les tengo a cariño a todos mis compañeros y nunca tuve una pelea con nadie”.


Luis literalmente construyó las Facultades de Arquitectura e Ingeniería: entró a trabajar en la Universidad en 1973, como albañil, cuando éstas estaban en construcción. Posteriormente se integró a los talleres de mecánica, pintura y carpintería. Hasta que en 1986, y cuando ya “aborrecía estar de albañil”, se decidió a concursar para ser conserje de la Facultad de Filosofía. Presentó sus documentos y ganó el concurso. Pese a lo que muchos creen, Luis considera a su trabajo “agradable y no muy pesado”.


El vaso está medio lleno, nunca medio vacío. Esta es la filosofía de Luis, quien encuentra siempre una razón para sonreír. Los profesores lo recuerdan por su saludo cordial y por su sonrisa tímida. Su manera gentil, rayando en sumisa, al hablar despierta simpatía en los estudiantes. El piensa que “aunque se encuentre en una tristeza no hay que hacer caso. Incluso cuando murió mi mamita yo estuve solo ocho días triste y bravuco, pero luego otra vez me puse bien”.


Los años vividos entre las aulas le permiten comparar, valorar el presente y añorar el pasado. Recuerda con gusto, cuando el Lcdo. Santiago Avecillas tenía un laboratorio en el que procesaba la caña y luego le convidaba un poquito de guarapo.


De la Universidad tiene pocos recuerdos negativos, entre ellos el hecho de que antes era frecuente encontrar alumnos fumando marihuana, y que aunque afortunadamente ese vicio ya se ha eliminado, ahora hay otros vicios no tan graves pero igual molestos, como no contestar el saludo o ensuciar los baños sin consideración.


De su niñez no quiere hablar: “fue bastante amarga”. La voz tranquila empieza a quebrarse y su mirada intenta huir de los recuerdos. Entre pausas y sonrisas tristes nos cuenta que su papá les abandonó a su madre, a sus dos hermanos y a él, cuando tenía 8 años. “me quedé sin educación, llegué hasta tercer grado. Mi mamá andaba mendigando para hacerme terminar la escuela”.


Luis vive solo. Nunca se casó. Cuando era joven y estaba en planes de matrimonio, su madre le dijo que algún momento él tenía que irse de su lado, pero esa separación podía ser en la vida o con la muerte y a Luis le correspondía decidir. Tras pensarlo muy bien, el se dio cuenta que el amor de su vida era su madre y que no quería abandonarla jamás. Entonces respondió “nos separaremos con la muerte, mamita”.


La cabeza de Luis se inclina y una lágrima cae en el suelo. “hace 4 años murió mi mamita, ella era mi compañía, todas las noches me esperaba en la puerta y me daba de comer”.


A sus 64 años, Luis renunció a su trabajo y tiene muchos planes. Quiere terminar de construir una capilla en su parroquia, quiere retomar su vieja vocación: la catequesis. Todos en la comunidad lo conocen y lo aprecian, él lo sabe y quiere retribuir ese cariño. “A Dios solo le pido salud y vida para trabajar con la comunidad. Ese es mi último deseo”.


Luis es un hombre simple. Y en eso está su grandeza. No pretende ser lo que no es, no guarda rencor, no culpa a nadie. Su postura serena, su caminar cansado y su voz cálida evidencian su satisfacción con la vida y su destino. Luis vive solo pero no se siente solo. Luis está viejo pero tiene toda una vida por delante.

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